«Cada migrantes es hijo de Dios». Hermana Lina, misionera Scalabriniana desde 57 años 

Era 2016 cuando dos hermanos, Ahmes y Fadil (nombre ficticios), llegaron al puerto de Reggio Calabria, después de haber sido rescatados por los guardacostas. Fadil tiene tan solo 15 años, había sido pegado, tiene heridas y moretones en todo el cuerpo y necesita ser llevado al hospital, pero él no quiere. Sabe que si dejará ahora a su hermano mayor, lo van a trasladar quien sabe adónde y ya no volverá a verlo. Es en este momento de desesperación que Fadil encuentra a la hermana Lina Guzzo, misionera Scalabriniana que todos los días acoge a los migrantes que llegan al puerto. «No te preocupes, voy al hospital contigo», dice la hermana Lina. Por toda la noche Fadil llora desesperado, mientras que la hermana Lina llama repetidamente a los guardacostas para estar segura de que no se lleven Ahmed a un centro de acogida. «Mis brazos estaban marcados por sus uñas , me apretaba y me repetía que no me alejara», recuerda la hermana Lina.

Por la mañana dan de alta a Fadil y la hermana Lina lo acompaña al puerto. Ahmed no se ha movido desde allí por toda la noche. Los dos hermanos se abrazan, se besan, lloran de alegría. «Todos hubieran tenido que ser testigos de aquel momento, también unos políticos. Estos chicos habían enfrentado el abandono de su familia, el viaje a lo largo del desierto, la cárcel en Libia, la violencia, la muerte en mar de sus compañeros y después el miedo de no volver a verse una vez que habían logrado llegar.

En ese abrazo estaba toda la humanidad, estaba toda la esperanza de una nueva vida. A veces sería suficiente tenerle respeto al dolor del otro. Bajo aquella piel de otro color hay el gran don de una vida recibida, hay hijos de Dios», dice hermana Lina, que como misionera ha pasado 57 años a lado de los que emigran: desde los italianos en Suiza, hasta los prófugos de Kosovo en Albania y a los migrantes africanos en Portugal y en Sicilia y en Calabria.

«No importa de donde llegan, en sus palabras siempre hay la nostalgia de sus casas, de la familia, el sufrimiento, pero también la esperanza. Scalabrini decía a los misioneros que partían para las Américas de llevar a los italianos emigrantes la sonrisa de la patria y el consuelo de la fe. Yo hoy estoy en mi patria y recibo a personas de otras patrias.

No importa si son católicos o musulmanes o hindúes: tienen una fe, creen en alguien que está arriba de ellos y es presente en sus vidas. Nosotros hemos recibido del Obispo y Santo Juan Bautista Scalabrini el carisma de servir a los migrantes, tenemos que conocer la humanidad para poderle acompañar y conocer a nosotras mismas para ser realmente misioneras con estas personas».

Hoy la hermana Lina vive en Messina, donde ayuda a la comunidad de Sri Lanka y de Filipinas para integrarse: enseña a los niños y acompaña a los chicos extranjeros en su recorrido de vida. Pero durante años ha sido la «animadora del puerto de Reggio Calabria». Así le decían los voluntarios que junto a ella y a las otras hermanas acogían a los migrantes. «llegaban hasta 900 personas en un día, muchos eran menores extranjeros no acompañados. La noche anterior nos avisaban de su llegada y nosotras nos hacíamos encontrar al amanecer cargadas de zapatillas, vestidos, pan dulce, jugos de fruta. Les dábamos la mano, nos miraban a los ojos y les preguntábamos de sus familias. Con los gestos no entendíamos y tratábamos de quitarle de encima el miedo. A menudo ni sabían dónde se encontraban. Pasaba el día y la noche con ellos en las tiendas o en el hospital». La hermana Lina recuerda un día que pasaba entre los chicos recién desembarcados repartiendo alimentos: «Uno de ellos me miraba con los ojos muy abiertos y repetía: «Tengo hambre». Llegaban sedientos y hambrientos, pero yo acababa de terminar el pan dulce. Yo lo sentía mucho y un compañero de viaje de él me dijo en portugués: «Mamá, no te preocupes porque desde hoy nosotros comemos libertad». Esta frase se quedó en mi corazón como piedra tallada y me permitió entender qué tan importante es para ellos llegar aquí, en Países democráticos, y construir una vida digna».

Lo años más difíciles han sido los de la guerra en Kosovo. Las hermanas misioneras Scalabrinianas acogieron a los prófugos en su casa en Albania, en Scutari. «Hospedábamos a 50 personas, 36 eran menores. He tenido que reconocer a personas matadas con la cabeza llena de balazos. He sido testigo de la muerte de una mujer, madre de un niño pequeño, a la que le dispararon a la espalda. Cuando llegó el marido pensé: «Qué hago ahora, mi Dios?». Pero, después del desaliento y del miedo, llega la fe, la entendimiento que no termina todo aquí. Ahí tomé conciencia de que hay un Dios que te da la fuerza de seguir adelante en tu vocación».

Una elección que la hermana Lina volvería a tomar: «Hubiera podido ser madre e hija, pero he experimentado que cuando donas la vida a Dios, Él te da el céntuplo». Hoy han pasado 57 años desde que la hermana Lina fue consagrada y finalmente verá la canonización de aquel que para ella siempre ha sido un padre, Juan Bautista Scalabrini, obispo de Piacenza: «Soy vice postuladora de su canonización y estoy agradecida con el Papa Francisco que ha querido darle a la Iglesia un ejemplo como Scalabrini. Es un regalo que Dios les hace a los migrantes, a los excluidos, a los rechazados por el mundo, que necesitan ser acogidos y recibir el consuelo de la fe».